Las dos tazas estaban sobre el pesado mostrador de madera del taller de Lorenzo, el zapatero que desarrollaba ideas con tanta destreza como fabricaba bolsos y zapatos. Eran obras suyas, no copiadas de manuales o modelos existentes. Cuando uno se encontraba con un producto fabricado por Lorenzo, no tenía que buscar su firma para saber quién lo había hecho. Lo mismo ocurría con sus ideas. Tenía una forma única de ver todas las cosas, las personas y las situaciones que reflejaba su postura, que era a la vez suave y firme, sin que estos dos atributos entraran en conflicto, sino que se complementaban. Volvió con una cafetera recién hecha y llenó las tazas. Aquel aroma aromatizaba las conversaciones. El zapatero me pidió que cerrara la puerta del taller. Pensé que podría llegar un cliente. Lorenzo declaró que había terminado de trabajar. Era mediodía; había abierto el taller a las tres de la mañana; había hecho suficiente trabajo por hoy. Se concedió el derecho de utilizar la tarde para otros placeres: “Contrariamente a lo que mucha gente cree, abrir y cerrar no son movimientos que se anulan mutuamente; ambos son importantes, necesarios y complementarios. Abrir puertas habla de oportunidades y crecimiento; cerrar puertas establece límites y respeto”.
Confesé que me costaba entender el momento adecuado para abrir o cerrar puertas. Lorenzo me explicó: “A veces mantenemos abiertas puertas que deberíamos haber cerrado; otras veces, nos negamos a abrir las puertas que necesitamos atravesar. Cualquiera de estas situaciones revela periodos de estancamiento existencial”. Hizo una pausa para que yo empezara a concatenar el arco filosófico que se iniciaba y prosiguió: “El estancamiento no es sólo la ausencia de movimiento alimentada por miedos, subterfugios y engaños; también son las vías de escape y los movimientos repetitivos cuyos resultados hace tiempo que se han revelado ineficaces. La vida exige movimiento, pero no basta con caminar, es necesario tener una ruta y una dirección, con un rumbo bien definido y sin ensoñaciones, de lo contrario, aunque te muevas, no llegarás a ninguna parte. No hablo de viajar por ciudades y países, o simplemente cambiar de trabajo, poner fin a un matrimonio o mudarse de casa; hablo del viaje que me lleva más allá de lo que soy hoy”. Frunció el ceño, como solía hacer cuando escalaba tonos de seriedad, y dijo: “El movimiento inicial tiene lugar en nuestro interior y sólo después se manifiesta en el mundo. Nunca será al revés”. Y prosiguió: “El estancamiento, ya sea por inercia o por falta de dirección, siempre será un lugar donde el alma se pudre”. Le pregunté cómo podía identificar cada uno de estos momentos. El zapatero fue preciso: “Malestar intrínseco. Significa que la voz primordial no ha sido escuchada; el alma ha sido olvidada”.
Le comenté que casi todos los días me sentía incómodo por algo en alguna de mis relaciones personales o profesionales. Una cosa u otra, con mayor o menor intensidad, siempre había algún tipo de perturbación. Lorenzo señaló: “A eso me refiero exactamente. El malestar revela algo mal elaborado en nosotros. El mundo no es ni bueno ni malo; sólo sirve como fuente incesante de experiencias. El resultado procesado por la conciencia se revertirá en suavidad y ligereza, fuerza y equilibrio; o miedo y sufrimiento, inseguridad y conflicto, dependiendo de la capacidad del individuo para elaborar las situaciones vividas. Así, la armonía o confusión en que cada individuo transcurra sus días dependerá de las construcciones mentales y pacificaciones emocionales que logre. Eso es todo. Digo esto para recordarles que los sentimientos sutiles impulsan las ideas; las emociones densas las aprisionan”. Dio un sorbo a su café antes de concluir: “Abrir y cerrar puertas en momentos oportunos define la alegría o la angustia del día”.
Le pedí que me lo explicara con ejemplos. El zapatero fue atento: “Nadie tiene por qué someterse a lo que no le gusta. Según los casos, a veces nos resulta fácil alejarnos físicamente de personas o lugares inconvenientes; otras veces, como en las reuniones familiares en las que hay uno o varios parientes cuyo trato está marcado por la dureza, en medio de otros con los que tenemos un afecto agradable y de los que, por tanto, no queremos separarnos; o en el caso de compañeros de trabajo con temperamentos complicados en trabajos de los que no podemos prescindir, nos vemos abocados a una convivencia no deseada.” Interrumpí para decir que entendía que bastaba con alejarse de las personas que no estaban de acuerdo conmigo, siempre que eso fuera posible. Pregunté cómo tratar a aquellos cuya presencia era inevitable. Lorenzo me explicó: “Cierra las puertas interiores. Vivimos en un lugar sagrado dentro de nosotros mismos. Cada uno dentro de sí mismo. Es un verdadero templo. No podemos ni debemos prohibir a nadie que circule por las calles circundantes. Sin embargo, sí tenemos el derecho y el poder legítimo de no permitir que los alborotadores y los desequilibrados entren a ensuciar y ensuciar un espacio sagrado. Los límites establecen el respeto. Algunos aún no pueden entrar en el templo; otros pueden entrar pero no están autorizados a acercarse al altar; y hay quienes ya pueden consagrar con nosotros. Comprender lo cerca que debe acercarse cada persona es saber manejar los límites; comprender los límites crea la atmósfera de respeto que, a su vez, es uno de los pilares de la fuerza y el equilibrio en el templo. Habitamos en lo que somos. Este universo íntimo, si se organiza, ventila e ilumina, establecerá canales de comunicación con esferas más sutiles de la existencia, además de poder dialogar más intensamente con la propia alma, el sabio que habita en cada uno de nosotros; las ganancias serán inconmensurables. Si se lleva por el abuso, los conflictos y el sufrimiento, el resultado será el contrario; las conexiones con las dimensiones más densas se volverán peligrosas debido al desequilibrio y la fragilidad que surgirán. Habrá pérdidas y caídas. No te dejes engañar por posturas de orgullo y vanidad, arrogancia y altanería, o incluso por actitudes agresivas; no dicen nada de confianza y valentía; hay mucho miedo, dolor e incomprensión detrás de estas personas que esconden sus debilidades en caracteres aparentemente rebosantes de poder. No te dejes engañar; no son más que máscaras, fantasías y engaños; a pesar de su apariencia brillante y robusta, están vacíos en esencia. La fuerza y el equilibrio legítimos se originan en una forma de vivir humilde, sencilla y mansa. El verdadero poder reside en las virtudes, en las mil maneras de amar sabiamente.
Le dije que seguía un poco confuso. Lorenzo fue amable: “No hay nada malo en evitar el contacto físico con personas arrogantes, espectaculares, insinceras o agresivas. Sin saberlo, son un insulto para el alma, porque impiden la claridad que proviene de su propia luz; si no nos cuidamos de poner límites, contagian la oscuridad a quienes les rodean. Sin embargo, no siempre es posible evitar relacionarse con personas así. En estos casos, cierra las puertas de tu templo con respeto a ti mismo, sin preocuparte por los que, perdidos en sí mismos, deambulan por ahí. No te agites si gritan, se mofan o amenazan. Estarás a salvo; el verdadero poder reside en el fuego del alma”.
Hizo una pausa como si recordara un punto importante y enfatizó: “Presta atención para que la persona complicada no seas tú; esto ocurre a menudo”. La transferencia de responsabilidad es una sombra común que nos aleja de la verdad; la falta de comprensión de uno mismo alimenta el estancamiento, raíz de la tristeza y la rebeldía. Conviene recordar que al distanciarnos de los demás por celos, envidia, vanidad u orgullo, no cerramos las puertas externas del templo, sino los pasadizos internos por los que necesitamos avanzar más allá de lo que somos. Cuando esto sucede, nos atrapamos en nuestras propias incomprensiones. A menudo cerramos los ojos ante la presencia y la acción de nuestras sombras personales; justificamos esas emociones densas mediante razonamientos tortuosos y mentiras, utilizando argumentos erráticos que nos desvían de cuestiones íntimas que nos negamos a afrontar y resolver, ya sea por las dificultades que presentan o por el compromiso que exigen; comportamientos así equivalen a vías de escape. En definitiva, cerramos las puertas exteriores negándonos a abrir las interiores porque tenemos miedo a la verdad y al esfuerzo que requiere la necesaria transformación. Ir contra la luz equivale a estancarse porque no conduce a ningún logro legítimo. Atribuimos a los demás incomprensiones y defectos, a veces inexistentes, a veces excesivos, en un intento de ocultar nuestras propias dificultades; una maraña de malentendidos internos aún oscuros, que necesitan ser mejor comprendidos e indispensablemente reconstruidos para que, más adelante, puedan expresarse en una forma suave y ligera de caminar por la vida y de tratar con el mundo. Esto habla de la capacidad de amar, de ser libre, feliz, digno y de vivir en paz; esto se llama plenitud”.
Tomó otro sorbo de café y añadió: “Cuando nos cuesta guiarnos por la verdad cristalina a causa de miedos y heridas que creemos incapaces de deshacer y sanar, creamos verdades de conveniencia o de ocasión, que no son más que meros engaños. Son las llamadas vías de escape. Agradables al principio por la comodidad mental y emocional que proporcionan, pronto se convierten en causa de malestar por el desequilibrio y la fragilidad que provoca alejarse de la verdad. Lejos de la verdad, lejos del alma. Cuando la verdad se difumina, se enturbia o se estrecha, las virtudes se revelan como herramientas inadecuadas e ineficaces para el uso cotidiano; confundimos el mejor momento para el uso correcto de cada una de ellas. Seguiremos como un grifo roto soltando agresiones veladas o tristezas manifiestas. El mundo nos parecerá un lugar horrible para vivir, olvidando que el mundo es sólo una valiosa fuente de experiencias; la capacidad de elaborar cada una de las situaciones vividas creará los cimientos firmes o precarios sobre los que cada persona se construirá a sí misma. Presta atención a los elementos utilizados para elaborar cada una de tus experiencias. Si las elaboras con orgullo, envidia, vanidad o celos, el resultado será uno; si las elaboras con humildad, sencillez, compasión y sinceridad, obtendrás un resultado muy diferente. Fíjate que la experiencia fue la misma, el resultado no”. Luego me recordó: “Conocerse a uno mismo con mayor amplitud y profundidad es fundamental si no queremos cerrar puertas cuando deberíamos abrirlas, y viceversa”.
Tomó otro sorbo de café y añadió: “Alejarnos de personas y lugares que no necesitamos no tiene por qué ser difícil. Cerrar puertas y establecer límites intrínsecos para evitar abusos e invasiones, sin autoengañarse, forma parte del gran arte. En el mismo sentido, es necesario darse cuenta de que las puertas de la reconciliación y de la paz deben estar siempre disponibles para la reanudación de la convivencia amorosa. Sin embargo, estar disponibles no significa estar abiertas de par en par, porque no podemos permitir intrusiones indebidas y malintencionadas en un templo sagrado. Conocer y ser consciente del mal es importante para evitarlo, del mismo modo que encontrar y dar oportunidades para que el bien se manifieste es fundamental para la luz. Estar disponible significa la voluntad sincera de ofrecer una nueva oportunidad a uno mismo, a los demás y a la vida, sin dejar de ver si hay honestidad por parte de la otra persona; de lo contrario, el templo será vilipendiado. En algunos casos, será destruido. Conviene insistir en que esperar a que alguien restablezca una convivencia pacífica y afectuosa sólo es válido una vez que hayas hecho lo que te corresponde, es decir, que hayas agotado de antemano todas las posibilidades de perdón y paz. Nunca permitas que el orgullo cierre las puertas de la iniciativa; nunca permitas que la ingenuidad mantenga cerradas las puertas del respeto. Hay amor y sabiduría en ambos movimientos.
Le pregunté cómo hacerlo en la práctica: “No podemos dejar que el desorden de los demás ensucie lo que somos. Sería como recoger basura de la calle para decorar nuestra casa. Es impensable e imprudente; no lo hacemos en el plano físico. Sin embargo, en la esfera emocional seguimos haciéndolo con cierta facilidad y recurrencia. Dejar puertas abiertas cuando deberían estar cerradas revela, en algunos casos, ingenuidad; la ignorancia del mal nos hace vulnerables al peligro. En otras situaciones, revela cierto grado de inmadurez al poner de manifiesto niveles de dependencia emocional; muestra hasta qué punto seguimos esperando la aprobación, la validación o el aplauso de alguien que no comparte nuestra voluntad o nuestras perspectivas. Cada vez que damos permiso a otras personas para disfrutar de las mieles de la vida, renunciamos al poder sobre nuestra propia existencia, a autodeterminarnos y realizarnos plenamente a través de movimientos evolutivos individuales; la libertad adquirirá aspectos de ficción, la felicidad se convertirá en un paisaje onírico”.
Frunció el ceño y dijo seriamente: “Por otra parte, acepta que nadie está obligado a ajustarse a tus conceptos, verdades y deseos. Recuerda que hay quien se queda corto, pero también hay quien va más allá de donde estamos. Al poner como condición de convivencia que los demás sean como nosotros los idealizamos, sin darnos cuenta, somos los bárbaros invasores, llenos de malentendidos”. Se pasó la mano por la perilla y aclaró: “Abrir y cerrar puertas es ante todo un movimiento de la conciencia, es decir, la comprensión y aceptación de una idea liberadora que, una vez bien construida en el interior, se expresará en el mundo con dulzura y ligereza, sin necesidad de roces en las relaciones ni desamores.”
Dije que este punto me parecía el quid de la cuestión: abrir y cerrar puertas sin conflictos internos ni externos. Lorenzo fue pedagógico: “Comprende lo que es tuyo; acepta lo que no lo es. Este es el primer paso. Cada universo interno te pertenece; moverse por el mundo requiere delicadeza y respeto por todos. Mover las puertas de la conciencia expresa la forma en que cada individuo camina por la vida. Aunque a menudo sea necesario dar pasos firmes para moverse de acuerdo con la verdad tal y como yo la entiendo, nunca debo olvidar que la agresividad es innecesaria. La firmeza establece el sí y el no innegociables, los límites del respeto y el alcance de la mirada; dependiendo del interlocutor, necesita expresarse de forma más incisiva y con menos suavidad para que cesen los insistentes intentos de invasión. La agresividad, en cambio, se caracteriza por la intención de herir, como si la intención de levantar barreras no fuera suficiente; destruir al otro forma parte del placer; un vulgar equívoco. No es necesario. Las peleas y las rupturas indebidas revelan la inmadurez de un ego que aún es incapaz de dialogar con el alma. Le preocupan más las pérdidas materiales que las conquistas espirituales; el orgullo es más importante que la humildad, los adornos tienen más valor que la sencillez, el resentimiento es mayor que la compasión. Los contornos del contexto valen más que el mensaje del texto. Los días se hacen pesados. Queremos vivir lejos de todo y de todos, para que nada ni nadie pueda molestarnos. Una decisión fácil, pero sencilla. No hay que confundir la quietud y el silencio, indispensables para el diálogo con el alma, con el aislamiento o el abandono. Vivir lejos de todo y de todos no hace sabio a nadie. Aislarse no tiene el poder de disipar los malentendidos que generan todos los miedos y sufrimientos; cada uno se lleva en su propio equipaje. El malestar continuará mientras las heridas que sangran en tu corazón sigan abiertas y te acompañen los verdugos internos que te atormentan mentalmente. Estés donde estés El cielo o el infierno son el resultado de la elaboración de las experiencias vividas. Reflejan el progreso de la conciencia en el espejo del tiempo”.
Insistí en que a veces algunas de las decisiones que tomamos provocan una enorme confusión. Lorenzo fue incisivo: “No veo ninguna razón para que eso ocurra. Repito, aprende a separar lo que es legítimamente tuyo de lo que no te pertenece. Mientras no faltes al respeto a los derechos fundamentales de los demás, mientras entiendas hasta dónde tienes que llegar con tus compromisos morales, profesionales y afectivos -sí, todo necesita un límite para que no se convierta en abusivo-, el modo y la dirección de cómo y hacia dónde te mueves no es asunto de nadie más que tuyo. De nadie más. Lo que ocurre es que a veces nos replegamos ante los rugidos y estruendos del mundo; dependemos de la aprobación de los demás, como si tuviéramos que esperar autorización para convertirnos en lo que podemos ser. Éste es un error común. Si tu conciencia dice sí, abre la puerta y sigue adelante; si dice no, ciérrala para no permitir intrusiones. Puede haber errores; no te preocupes ni te culpes; éste es un viaje de aprendizaje y evolución; ten la humildad de reconocerlos, la grandeza de enmendarlos y lleva contigo el compromiso sincero de hacer las cosas de forma diferente y mejor la próxima vez. Si lo consigues, harás de tu error un maestro. Nunca habrá lugar para la tristeza, la agonía, la irritación o el dolor. Este es el movimiento que señala a un viajero capaz de disipar la oscuridad del Camino mediante su propia luz.”
Justo en ese momento, llamaron a la puerta del taller. A través del cristal vimos a un hombre pobremente vestido. La conversación era agradable, constructiva y estaba lejos de terminar; aún estábamos con la primera cafetera. Me sentí molesto por la interrupción. Miré a Lorenzo como preguntándole qué hacer. Me devolvió la mirada, diciéndome que decidiera si abrir o no la puerta. Algo molesto, fui al encuentro del hombre, ya ordenando algunos billetes para dar como limosna. Quería volver a hablar con el zapatero lo antes posible. Para mi sorpresa, rechazó el dinero; dijo que sólo necesitaba un abrazo. Nada más. Me explicó que su mujer había muerto aquella mañana y que su familia vivía lejos; un poco de hospitalidad le vendría bien, suplicó. Avergonzado por mi precipitado juicio, le di un fuerte y largo abrazo. Con los ojos llorosos, me dio las gracias, subrayó la importancia del gesto y se marchó. Me sentí conmovido.
Volví y me senté frente al mostrador de madera. Vertí más café en la taza. Me lo bebí. No dijimos ni una palabra durante un rato; yo necesitaba explayarme sobre la experiencia. El zapatero rompió el silencio: “El contexto de la apariencia oculta el texto de la esencia. Están los factores del mundo, están los elementos del alma. Es necesario comprender qué contenido será decisivo para procesar cada hecho vivido”. Dije que, al principio, me sentía incómodo con la presencia del hombre; sin embargo, la sensación que me quedaba era otra; había algo maravilloso que aún no acababa de comprender. Lorenzo me ayudó: “Somos muchos en uno. Varias voces nos habitan; son el resultado de todo lo que vivimos. No todo son luces, ni sombras. Frustraciones y logros, prejuicios y superaciones, miedos y virtudes, alegrías y derrotas conviven en intenso conflicto en nuestro interior. Hay un poco, o mucho, de todo en nosotros. El porcentaje del ego inmaduro es inversamente proporcional a la fracción del alma despierta; durante el proceso de maduración, el ego se funde con el alma en la conquista de la totalidad de la voz. Entonces hay un equilibrio y una fuerza inquebrantables. Presta atención a quién te guía cada vez que abras o cierres una puerta. El tema es serio, porque habla del respeto y del abuso, del estancamiento y del progreso, de los barrotes y de la libertad”. Asentí y le pregunté si sabía quién era ese hombre. El zapatero se encogió de hombros y murmuró: “Posiblemente un ángel”. Ante mi asombro, explicó: “Tienen mil disfraces. Aparecen para mostrarnos las puertas que nos negamos a abrir y las que nos obstinamos en cerrar. Se equivocan.
Gentilmente traducido por Leandro Pena.