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El elogio es el sendero del precipicio

Había bajado la montaña que acoge al monasterio para enfriar la cabeza y colocar las ideas en su lugar. Al llegar a la pequeña y elegante ciudad localizada en la pradera, fui a buscar a Lorenzo, el zapatero amante de los libros y de los vinos. Necesitaba desahogarme. Encontré a mi amigo en su taller, quien me recibió con una sonrisa sincera y un fuerte abrazo. Finalizó las actividades de aquel día, me pidió que me sentara al lado del antiguo balcón de madera y fue a buscar dos tazas de café fresco. Al notar por mi semblante que algo no estaba bien, me solicitó que abriera el corazón y que sacara todo lo que me incomodaba para intentar calmarme; después, con el filtro de la consciencia serena, tomaría lo bueno y valioso de la situación, así que le conté lo que me había molestado en el monasterio. Había surgido una vacante para impartir un curso que la Orden ofrecía todos los años al público externo, el cual consistía en una serie de conferencias y vivencias para aumentar la percepción de lo sagrado que habita en todas las personas. Francis, un culto monje de la Orden, me buscó para decirme que, por justicia, aquella vacante debería ser mía. Elogió mis notables avances en los estudios, mi buena oratoria y la excelente capacidad de raciocinio en los debates. Según él, no había monje – como denominamos a todos los miembros de la Orden – más capacitado que yo para asumir el cargo y que yo debería solicitarlo. Agregó que, bajo mi coordinación, el curso tendría niveles de excelencia. Me aconsejó que buscara al Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo del monasterio, a quien cabía la decisión para tener una conversación franca sobre el asunto. Le confesé que en principio no lo había pensado; sin embargo, analizando las palabras de Francis, me convencí de que yo era la persona indicada para ejercer la función. Busqué al Viejo y me postulé para el cargo. Al notarlo reticente, usé como argumento mi trayectoria de estudios y mi desarrollo dentro de la Orden, a lo que respondió que lo pensaría con calma y que cuando estuviera seguro sobre la decisión me avisaría. Tal expectativa ocupó mi mente durante los dos días y las dos noches que siguieron. Como aún no había una respuesta, volví a buscar al Viejo y lo presioné para que se decidiera. Insistí en mis calificaciones para el cargo y afirmé sin duda alguna que yo era la persona más preparada para dirigir el curso. El Viejo me escuchó con paciencia, sin interrumpirme. Cuando finalicé me dijo que otro monje también se había postulado para el cargo con una postura muy diferente a la mía, sin arrogancia y con mucha humildad. Confesó que estaba bastante inclinado a decidirse a favor del otro monje. Todos sabían del valor que el Viejo le atribuía a la virtud de la humildad. Por una fracción de segundos un pensamiento asustador me acometió. Le pregunté quién era el monje. Francis fue la respuesta.

Desorientado, quedé sin palabra. Pedí permiso y salí de la oficina del Viejo. Después de pasar la noche sin dormir, a la mañana siguiente avisé que pasaría algunos días fuera del monasterio. Ahora estaba en el taller de Lorenzo, ante mi amigo. Manifesté que tan sólo una idea se me ocurría: pedir la desvinculación definitiva de la Orden. Yo no podía convivir con tal injusticia. Alegué que, aunque Francis fuese un hombre culto, mis calificaciones superaban las de él. El propio Francis me lo había revelado.

Lorenzo, que había escuchado todo el relato sin interrumpirme, bebió un sorbo largo de café y dijo: “Pienso que el caso merece una óptica diferente a la que te permites. Me parece que existe algo oculto, difícil de admitir”. Lo interrumpí diciendo que todo estaba claro como una mañana de verano. El zapatero trajo a colación una enseñanza que él ya me había ofrecido, pero que en aquel momento yo no estaba en condiciones de recordar: “Ante un conflicto tenemos la opción de verlo como problema, entonces estaremos ante un problema. Sin embargo, podemos ver la situación como una lección que la vida nos ofrece. En este caso estaremos frente a frente con un maestro. Cuando es debidamente aprovechado, el resultado traerá transformaciones personales y la inevitable evolución”.

Bellas palabras pero vacías, respondí. Lorenzo, sin permitirse la provocación, como buen amigo entendía y mostraba paciencia con la alteración de mi humor, así que hizo una invitación: “Andemos mientras continuamos la conversación.” Deambular por las calles sinuosas y estrechas de aquel bello poblado, calzado con piedras seculares, siempre era placentero. A pesar del frío típico de otoño, acepté la propuesta. Tan pronto comenzamos a andar, Lorenzo me pidió que le contara una vez más todo lo ocurrido. En verdad, él quería que yo oyera mis palabras, que fuera el espectador de mi propio discurso. Como yo sentía una enorme necesidad, aunque inconsciente, de expurgar las emociones densas que me acaecían, le relaté de nuevo todos los hechos y, de sobra, argumentaba sobre cada episodio, siempre resaltando la injusticia de la cual yo era víctima y el deseo de desvincularme de la Orden. Sin darme cuenta, mientras andábamos repetí la historia y los argumentos muchas veces. A medida que comencé a oírme percibí que había algo errado; algún argumento lentamente le quitaba fuerza y sentido a la narración. No obstante, yo no podía o no quería, identificar el meollo de la cuestión.

Anduvimos por un tiempo que no puedo precisar. Hablé, hablé y hablé. Lorenzo solo escuchaba. Cuando surgió un momento de silencio, en el cual me mostré cansado de mí mismo, él me invitó a tomar un café con pan caliente en una panadería próxima. Debidamente acomodados en una mesa próxima a la ventana, me preguntó: “Te declaraste agraviado varias veces pero, ¿puedes ver algo diferente o más allá de la injusticia?” Moví la cabeza en aprobación. Una trampa, fue mi respuesta.

Yo me había dejado seducir por los elogios de Francis. Sin la debida prudencia, me dejé llevar a la orilla del precipicio. Al exaltar tales elogios caí, pues me volví un mal candidato al cargo para el cual la humildad era primordial. Esto le abrió el camino a Francis para presentarse ante el Viejo de manera maquiavélicamente estudiada.

El zapatero arqueó los labios con una leve sonrisa como quien dice que yo comenzaba a transformar el problema en lección. Sin embargo, aún estaba distante de conseguir un buen resultado, pues enseguida comencé a acusar a Francis de infame, de ser un hombre peligroso, un traidor. Definitivamente me alejaría de él. Pensé en contarle al Viejo las artimañas usadas por Francis para conquistar el cargo y solicitaría su expulsión de la Orden por comportamiento vil. Lorenzo me miró profundamente antes de ponderar: “Sin duda hubo una trampa, pero ¿cuál fue el anzuelo usado para atraparte?”. La maldad de Francis, respondí. El zapatero sacudió la cabeza para decir que la respuesta estaba errada y sugirió: “Piensa e intenta de nuevo”. Aunque intentaba evitar la verdad, tenía que ser sincero conmigo y honesto con él, y admitir lo que realmente me dolía. Bajé la mirada y confesé que el anzuelo que me había atrapado habían sido mi orgullo y vanidad.

No obstante, insistí que no se podía negar la maldad de Francis, sin la cual nada de aquello habría sucedido. Lorenzo me colocó ante el maestro que habita en todos nosotros: “La maldad de Francis le pertenece. Por sí sola, esta no tiene ningún poder, salvo si tú aceptas la invitación para danzar con ella, atraído por sus seductores elogios. Los elogios suelen funcionar como imán para las sombras del orgullo y la vanidad”. El mesero trajo las tazas de café caliente acompañadas de un rico pan cubierto con una generosa tajada del delicioso queso de la región. Lorenzo bebió un sorbo y profundizó el raciocinio: “Todo este tiempo huiste de la responsabilidad alegando injusticia, traición o maldad por parte de Francis. Si tú no hubieras actuado impulsado por los consejos de la vanidad y el orgullo, no existiría conflicto, precipicio ni caída; la trampa seria inocua y la maldad de Francis se consumiría en él mismo. Si bien conozco al Viejo y su afinado sentido de justicia, diría que la oportunidad de que obtengas el deseado cargo es enorme. El silencio de la humildad habla más alto que los gritos del orgullo; la luz de la sencillez tiene un alcance infinitamente mayor y más duradero que el brillo de la vanidad. En fin, si hubo conflicto fue porque lo creaste; si hubo caída fue porque te lanzaste al precipicio; si hubo frustración en tu camino, en este caso, fue porque utilizaste instrumentos inadecuados para el correcto avance. No hay evolución sin el ejercicio de las virtudes; no existe victoria fuera de la luz”.

Comenté que yo había sido muy ingenuo. Lorenzo me corrigió: “Mientras te rehúses a verte en el espejo de la verdad, perdido por no entender ni tu fuerza ni tu debilidad, estarás preso en la celda de la propia victimización. Sin el orgullo y la vanidad como tus consejeros nada de esto habría sucedido. Si te ves como víctima de la maldad ajena no podrás avanzar ni transmutar el dolor”.

“El aspecto más interesante es que somos condicionados a usar el orgullo y la vanidad para sentirnos fuertes cuando, en verdad, son exactamente esas sombras las que nos fragilizan. Fue exactamente en ese punto, al sentirte poderoso, cuando Francis te aprisionó. Lo que te derrotó no fue la maldad de Francis, sino tus propias sombras. Tu debilidad fue tu ilusión de fortaleza. Entender esto, con amor y sabiduría, es el primer paso para transformarte y fortalecerte para los días que vendrán”.

“De la mismísima manera ocurre con las ofensas. Solamente podemos ofender a los que, inflados por las sombras vulgares del orgullo y de la vanidad, se creen mejores que los otros, que piensan que el respeto viene de los otros y no del conocimiento que se tiene sobre sí mismo”.

Mordió una tajada de pan con queso y prosiguió: “Francis, como un buen mago, te engañó con el hábil juego de las sombras. El truco solo fue posible porque quisiste creerlo, al hacerle bien a tu ego que, en esa situación, se mostró desalineado. Al creerte fuerte te mostraste vulnerable”. Lo interrumpí para decir que nunca más creería en un elogio. Lorenzo frunció el entrecejo como si estuviera ante un niño inconforme y dijo: “No es necesario caminar entre las fronteras de lo infantil ni del radicalismo. No todo elogio es sincero ni toda crítica es justa. Cuando entendemos quién somos, ya desarrollamos buenos niveles de humildad, sencillez, compasión y sinceridad. Así, tenemos condiciones de discernir sobre el valor contenido en cada palabra dirigida a nosotros; aprovechando el contenido amoroso, dispensando los frutos de la ignorancia”.

Le dije que había sido una buena lección. Lorenzo me preguntó cómo sería mi relación con Francis de ahora en adelante. Confesé que no tenía buenos sentimientos con relación a él. Sí, estaba molesto. El zapatero bebió su café y dijo: “La lección aún no ha terminado. Tan solo el perdón culmina este proceso”.

“Debes entender que tanto tu como Francis fueron aconsejados por las mismas sombras. Ambos fueron movidos por el orgullo y la vanidad, cada cual a su manera. La Ley de la Afinidad fue la que los aproximó y los envolvió. Esto te hace más parecido a Francis de lo que te gustaría en este momento. No obstante, también puede ayudarte. Las sombras de él te permitieron descubrir que tan involucrado estás con las tuyas. Esto posibilita, si trabajas en este sentido, transmutar el orgullo en humildad y la vanidad en sencillez para así avanzar. Agradécele a Francis ya que, aunque de modo involuntario, a través de las sombras fue un mensajero de la luz. Es el precipicio el que nos permite descubrir el valor de aprender a volar”.

Terminó el café y concluyó: “El perdón es el final iluminado de todas las historias pues libera a los personajes involucrados en la trama. Es más, el perdón cura el mal que nos corroe. El perdón es primordial para volar más alto, no solo por desamarrarnos del suelo o por hacernos leves al liberarnos del equipaje inútil que insistimos en cargar, sino principalmente, por hacernos entender el perfecto tamaño de nuestras alas”.

Pasé dos días en la pequeña ciudad en meditación y reflexión. Al final, retorné al monasterio. Busqué al Viejo y admití que yo aún no estaba listo para dirigir el curso. Le pedí disculpas por las palabras inadecuadas durante la conversación que tuvimos días antes. Nada mencioné sobre Francis. Él sonrió con la dulzura de un padre. Sin que le preguntara, comentó que el cargo estaría bajo responsabilidad de Bartolomeo, un monje que no lo había solicitado.

 

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

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