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El dilema de la libertad

Canción Estrellada, el chamán que tenía el don de transmitir la sabiduría ancestral de su pueblo, a través de las historias que contaba, encendió la indefectible pipa con hornillo de piedra roja, aspiró algunas veces y narró: “El Gran Espíritu, al crear el mundo, tuvo el cuidado de distribuir los atributos de cada especie con la intuición de que todas, cada una dentro de sus capacidades, pudiesen sobrevivir y colaborar con el equilibrio de la vida y en la evolución planetaria. Al oso le concedió la fuerza; la gacela recibió la velocidad; para la cobra que se arrastra, el veneno; los pájaros fueron dotados de alas; el camaleón obtuvo el poder de protegerse a través del disfraz. Hay un equilibrio sutil. 

Si observamos con atención, la naturaleza nos mostrará toda la creatividad e inteligencia del Infinito Misterio”. Volvió a fumar su pipa, observó la danza del humo disipándose y prosiguió: “Ningún animal nace tan indefenso como el ser humano. Así como permanece tanto tiempo incapaz y dependiente, necesitando de total amparo de otros de su especie hasta que crezca y pueda defenderse. Ante una visión precipitada, puede parecer que fuimos relegados y olvidados. Sin embargo, el don que nos fue concedido es el más poderoso y al mismo tiempo el más peligroso. No solo para quien está a nuestro alrededor, sino principalmente para nosotros mismos. Somos la única especie con el poder consciencial; por tanto, de elegir. Esto nos permite modificar la Realidad”.

Lo interrumpí para comentar cómo las diversas tradiciones filosóficas, de los más distantes pueblos, en diferentes épocas, suelen contener la misma sabiduría. Recordé que en la Grecia Antigua Platón narra el mito de Epimeteo y Prometeo, sobre la creación del mundo, en una historia muy parecida. La condena de Prometeo ocurrió por el hecho de haberle hurtado el fuego a los dioses y ofrecérselo como don a los hombres y mujeres, después de que Epimeteo distribuyó los atributos a cada una de las otras especies. Dentro de las varias lecturas posibles a la mitología, el fuego representa el calor típico provocado por las elecciones.

El fuego también trae claridad de visión, proporcionada por la luz de la consciencia, siempre en expansión, así como también fue eterna la condenación de Prometeo bajo pena de sufrimiento, por la osadía de desobedecer a los dioses y entregarle a los seres humanos un atributo divino.

Entre otras cosas, el fuego mitológico se refería a la libertad humana. El león que campea suelto por las sabanas o el águila que se alza en vuelo, aunque sean imágenes usadas como metáforas de libertad, viven de esa manera por mero determinismo biológico. No tienen la capacidad de vivir de modo diferente. La libertad reside en las impensables posibilidades de decidir y transformar. Así, las posibilidades se hacen infinitas por la intangibilidad que hombres y mujeres tienen para crear. Recordé que el Viejo, el monje más antiguo del monasterio, solía usar el término demiurgo, muy común a las Escrituras, cuando se refería al ser humano. Demi significa mitad; urgo, obra. Una palabra que, originalmente, afirma que somos co autores en la creación de la vida y  del universo. La libertad, tan cantada en prosa y verso, además de ser un privilegio, trae consigo una inevitable contrapartida, la responsabilidad. Algo tan grandioso que los griegos afirmaban que la libertad de escoger era más desgastante que sus eventuales consecuencias desastrosas. En el siglo XX, un famoso pensador francés, Jean Paul Sartre, afirmó que la humanidad estaba condenada a la libertad. Sí, no importa la condición en la cual se encuentre, el individuo siempre tendrá una elección que hacer. Aún cuando se rehúsa a elegir, la elección está hecha. Ese es su superpoder; él es transformador. Sin embargo, como sucedió en el mito platónico con Prometeo, ha sido causa de mucho sufrimiento. Canción Estrellada, que oía atento, me corrigió: “A penas cuando es mal usada. De lo contrario, la libertad concede la fuerza del león y lleva a las alturas alcanzadas por el águila”.

Esa conversación sucedió hace mucho tiempo.

La razón de recordarla era el dilema en el cual me encontraba. Había conocido a María, una mujer encantadora, dueña de una personalidad marcante y una sonrisa inolvidable. Había sido un gran encuentro. Nos llevábamos muy bien. Nuestras conversaciones parecían no tener fin, reíamos todo el tiempo y nos gustaban cosas parecidas, aprendíamos el uno del otro. Era muy bueno vivir a su lado. Sí, yo la amaba.

María tenía una sólida carrera construída dentro de una multinacional, desde cuando era practicante. Había llegado el momento de ser transferida para la sede de la empresa, en Estocolmo. La tan soñada oportunidad para ocupar un cargo en la dirección había sido ofrecida. Ella saltaba de alegría cuando me contó. Había conducido su vida profesional, desde el inicio, con ese objetivo. Animados, abrimos un vino para conmemorar. Todo iba bien hasta que llegó el momento de ejecutar las ideas; teoría y práctica no siempre parecen afines.

Le pregunté si ella ya había pensado en cómo haríamos para continuar la relación; ella en Suecia, yo en Rio de Janeiro. Con su irresistible sonrisa, María reveló que tenía una invitación para hacerme: un pedido de matrimonio. Enseguida, viviríamos juntos en Estocolmo. Agregó que ya había pensado en todo. La agencia de publicidad sería vendida; el dinero quedaría guardado en una cuenta, pues los principales gastos de la casa serían costeados por la multinacional. Yo podría trabajar como freelance, aprovechando la experiencia que tenía en el mercado publicitario, dándome el lujo de solamente aceptar los proyectos interesantes bajo el punto de vista de la innovación y de la creatividad. Sobraría tiempo para profundizar en mis estudios. Allá existían excelentes facultades de Filosofía, dijo animada. También mencionó las ventajas de vivir en Europa: la organización, la civilización, un mayor acceso a los centros culturales y sin el problema de la inseguridad pública existente en Brasil. María presentó una enorme lista de ventajas. No obstante, una sensación amarga me invadió.

Aquel día percibí lo obvio: hacer una elección nos conduce por un camino y, al mismo tiempo, a dejar otros. Este, a veces, es el dilema de la libertad. Yo amaba a María y me alegraba la idea de casarme con ella, pero eso significaba renunciar a muchas cosas que eran importantes para mí. Yo tenía un enorme cariño por la agencia; nuestras trayectorias se mezclaban. Aún no consideraba la hipótesis de retirarme, pues el entusiasmo por trabajar era muy grande. A pesar de los problemas, Rio de Janeiro era mi ciudad; yo la amaba por las referencias que en ella había y marcaban mi vida. Era en donde mis hijas viajaban en las vacaciones para verme. Íbamos a los mismos lugares, contábamos viejas y nuevas historias. Entre otros motivos, a mí me gustaba vivir allí y lo más importante, yo no quería mudarme de lugar.

Ponderé que podíamos casarnos y vivir en ciudades diferentes. Siempre que fuera posible, yo volaría a Estocolmo; en las vacaciones, ella iría a Rio de Janeiro. La nostalgia es un condimento maravilloso para los romances. El amor no se pierde en la relación espacio tiempo. María discordó y dijo que la poesía no siempre se aplicaba a la realidad. Argumentó que conocía varias parejas que intentaron esa fórmula y todos los matrimonios naufragaron. Le dije que las experiencias ajenas no siempre se aplican a nuestra vida personal, fuera en el éxito o en el fracaso. Personas con diferentes niveles de consciencia tienen percepciones, expectativas y visiones diversas sobre situaciones parecidas.

María desconfio. Pronto yo, tan dispuesto a lo nuevo, con un discurso de exaltación a los constantes cambios en la punta de la lengua, ahora retrocedía ante la posibilidad real de vivir una gran transformación. Tal vez me faltaba la determinación del pasado; yo ya había hecho cambios más radicales que ese. Ella dijo que yo estaba con miedo de hacer una elección. Miedo a lo nuevo y a la libertad. Tal vez, miedo de vivir una historia de amor con toda la intensidad posible. Entonces, yo proponía una opción intermedia que, en verdad, no era elección ninguna. Peor, yo me daba vuelta para la libertad y el amor.

Pasé días en agonía. Podría decir sí y partir hacia una aventura inolvidable; podría decir no, y seguir con el ritmo de vida que amaba, pero decidí casarme y vivir con María en Estocolmo. Le dije que dejaría una autorización para que los funcionarios de la agencia la administraran, mientras yo acompañaba todo a través de los modernos medios de comunicación a distancia, mediante e-mails y videoconferencias. María no estuvo de acuerdo. Alegó que al no deshacerme de la empresa, yo dejaba un puente sólido para volver atrás a la menor pelea o insatisfacción. Una señal clara de inseguridad. Era preciso que yo estuviera por entero donde estuviera. El argumento era irrefutable. Sin embargo, era preciso lo primordial: oír mi consciencia que, entre razones y sentimientos, me diría cuál era la mejor decisión. Sucede que la respuesta de la consciencia, aunque es la más sabia, no siempre es la más confortable.

A menudo, nos engañamos y estacionamos en las encrucijadas de la existencia. Apenas fingimos tomar una posición. Renunciamos a decidir, entonces, la vida escoge por nosotros. Cuando esto sucede, esta opta por el lado educativo. Sin percibir, al negar la propia esencia, somos llevados a la vía dolorosa ante la negación al don que nos diferencia y nos concede poder. La libertad.

Para no contrariar a María y sin coraje para admitir mi deseo, yo mentí, pues no quería vender la agencia, planeé administrarla sin el conocimiento de ella. Sin percibir o admitirlo, vivir en Estocolmo no era una decisión mía. Era de ella. Yo me sentía incapaz de rebatir los argumentos que me acosaban, de seguir la voz de mi consciencia. Sentí miedo de expresar mi deseo; entonces, mentía. Mentimos por dos motivos básicos: cuando sentimos vergüenza de mostrar quién somos o cada vez que nos falta coraje para manifestar la propia verdad.

Yo quería ser libre; todos queremos, pero en aquel momento, yo caminaba en ruta contraria a la libertad. María no tenía ninguna responsabilidad en eso. Ella vivía su propia verdad y tenía todo el derecho. Era yo quien no estaba viviendo la mía. No siendo sincero conmigo, nunca podría ser honesto con María.

La vida trae siempre dos aspectos distintos que aparentemente son contradictorios, pero que en esencia no deben serlo: sobrevivencia y transcendencia. Alinearlos sobre un mismo eje pavimenta el sendero a la felicidad. No basta vivir, siempre debe existir en la vida un impulso hacia la evolución. 

La vida en Estocolmo se mostró agradable. Era una ciudad tranquila y moderna, con excelentes opciones de entretenimiento. Conocimos personas interesantes y nos divertíamos. María estaba animada con su momento profesional, mientras yo me esforzaba en creer que era feliz. Esperaba que ella saliera para el trabajo y me conectaba con la agencia de publicidad. Coordinaba las campañas y participaba en la creación de anuncios. María creía que yo me empeñaba en la elaboración de la tesis de la maestría en Filosofía.

La vida siguió su rumbo, siempre con la sensación velada de que un pedazo del amor que nos unía se apagaba a cada día. Sin embargo, la existencia es un maestro que siempre corrige nuestra ruta para el encuentro con la verdad. Aquella que nos habita, se expande y nos transforma. La vida respira los aires de la libertad. Era yo quien me sofocaba. Vivía como un fugitivo. Huía de mi verdadera elección. La libertad no es una fuga, sino un encuentro. Poco a poco, peleábamos más, reíamos menos. Todos los días, un poco de la ligereza que teníamos, se despedía de nosotros. 

Cuando hicimos un año de casados, viajamos a Praga para celebrar. Paseábamos por esa bellísima ciudad de la mano, como dos enamorados apasionados. No obstante, la alegría no era la misma de antes. Inconscientemente, intentábamos ser lo que ya no éramos. Una parte de mí se había anulado, por tanto no podía estar entero en nuestra relación. Cuando eso sucede, todo nos falta. La mentira acciona este vacío. Principalmente, la mentira que se cuenta uno mismo. Es como si una reja invisible se cerrara alrededor; no se ve, pero se sabe que está allí. De alguna manera, María también sentía algo raro, aunque no pudiese entender por desconocer mis motivos. 

En determinado momento, nos preparábamos para tomar un barco que nos llevaría a dar un paseo por un bonito río que corta la ciudade. Al momento de embarcar, no por casualidad, vi que un importante cliente de la agencia estaba en el barco con la esposa. Habíamos acabado de realizar una campaña para su empresa. Era inevitable que él hablara del asunto, revelando la mentira que yo escondía. Aturdido, alegué que no me sentía bien y me negué a entrar al barco. Fuimos a una cafetería. Sentados en una mesa en el rincón, bebí toda la taza de café en silencio. María tenía una mirada perdida, como intentando entender las palabras no dichas. Aquella mañana, yo me di cuenta de lo que sentía por causa de la mentira que vivía: vergüenza. Percibí como la mentira es un capataz cruel de la libertad. 

Nadie es libre mientras se engañe a sí mismo. En constantes hurtos diarios, yo me había vuelto ladrón de mis sueños.

Le conté toda la verdad a María, sin esconder ninguna letra. Enseguida, le expliqué: “Por querer mostrarme valiente, para que no pensaras que le temía a lo nuevo, para no decepcionarte, negué la verdad. Al momento del pedido de matrimonio, la mayor transformación era dejar que cada uno siguiera su camino. El amor nunca es contrario a la libertad”. “Renuncié a la mayor libertad, aquella que me permite ser auténtico, por intentar ser el hombre de tus deseos. Por no querer perderte, me perdí de mí. Por querer aprisionar el amor, el amor huyó. Al intentar estar cerca de ti de modo equivocado, me distancié de la esencia que me anima”. María dijo que todas esas palabras ya existían en mis discursos anteriores. Ella cuestionaba el motivo por el cual yo había dejado que aquella situación aconteciera. Confesé que servía para mostrarme todo aquello que yo sabía, pero que aún no era. Sin embargo, nunca era tarde para retomar las riendas de la existencia.

Sí, yo había hecho una elección. No obstante, siempre hay nuevas elecciones a disposición. Nosotros desistimos de la libertad, pero ella nunca nos abandona. Todos los días son buenos para morir y volver a nacer.

Finalmente, dije que tomaría el primer vuelo para Rio. Ni siquiera regresaría a Estocolmo a buscar las mínimas cosas. María y yo nos separamos en Praga. Fue en donde volví a encontrarme conmigo. María quedó muy decepcionada, pero sería una decepción superficial, típica de cuando algo no sale conforme nuestro deseo. Cuando el desorden de las emociones diese lugar a la sensatez de las razones y de los sentimientos serenos, ella comprendería que yo finalmente había tomado la decisión correcta. Si fui cobarde antes, tuve coraje después. Con el tiempo, la verdad se mostraría la mejor decisión, tanto para mí como para ella. Como fruto del encuentro de la ignorancia con el miedo, la mentira nunca protege, apenas ilusiona y atrasa la jornada hacia las plenitudes. Nunca más nos encontramos. Realizamos el divorcio. Algún tiempo después, supe que ella había vuelto a casarse, de esta vez con un director de la misma empresa. Vi en una fotografía que estaba feliz. María merecía toda la felicidad del mundo. 

Una inconmensurable alegría me invadió el corazón. Tenía consciencia de que nuestra relación no había terminado en  Europa, sino en Rio de Janeiro, cuando fui a vivir los sueños de ella. No por culpa de María, sino por mi irresponsabilidad en abandonar mis propios sueños. Al distanciarme de mÍ, me alejé de ella. El amor no sobrevive en el abismo de la esencia ni en el vacío de la libertad.

Canción Estrellada tenía razón, la libertad no trae en sí ningún dilema. Nada se pierde al escoger con la luz de la consciencia. El problema surge cuando insistimos en negar la propia verdad. Recuerdo que aquella mañana en Praga, fui al hotel y llevé apenas aquello que cabía en una pequeña mochila; nada más traje para Rio de Janeiro; nada más necesitaba. Cuando aterricé en el aeropuerto traía conmigo una vieja e inconfundible compañera de la cual me había alejado, la ligereza.

Una sensación de estar en paz conmigo; de la dignidad por rescatar la verdad que volvía a guiar mi existencia; de la felicidad de vivir por entero mis sueños y dones. De vivir con amor las lecciones de cada bifurcación que existe en el Camino para avanzar. Solo la libertad concede ese poder. Aquel día volví a sentir una alegría que había olvidado.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

1 comment

Beatriz Elena noviembre 7, 2020 at 1:41 am

no se porque leo alguna historia y siempre es acorde con algo que estoy viviendo, es como si el destino quisiera que leyese estos escritos y brindarme una respuesta… mil gracias

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